A lo largo de la
historia de la filosofía, la psiquiatría y la psicología numerosas han sido las
categorizaciones que han tratado de aprehender y describir la capacidad
emocional del ser humano en sus distintas tendencias y manifestaciones.
Amor, alegría, miedo, enfado y tristeza se presentan
como el resumen troncal. Las emociones primarias que subyacen a la creatividad
expresiva de la persona, que las transforma en asuntos complejos como la culpa,
la ira, la euforia, la impulsividad, la inhibición y tantas otras maneras que
tenemos de conducirnos en el día a día, y que guarda una relación directa con
lo que nos acontece: los asuntos de la vida. Con lo que en la vida ganamos y
con lo que en la vida perdemos.
Estas
emociones las aprendemos desde nuestra primera ganancia: la ganancia de una
vida, que viene dada en nuestra primera relación que es siempre la relación con la madre. El amor está
referido a la emoción de vínculo, de pertenencia y seguridad en el otro que
experimenta el sistema nervioso del bebé en el útero materno. Es ahí mismo
donde se aprende la segunda emoción, que en adulto llamamos alegría y que tiene
que ver con el bienestar.
Después llega la primera pérdida: la de
la posición privilegiada uterina. Y todos los mamíferos reaccionamos al
nacimiento con una respuesta de orientación para adaptarnos al nuevo medio (el
aprendizaje del miedo), para defendernos luego del cambio en un llanto rabioso
que ayuda a que se nos cuide en la supervivencia (nuestro primer enfado),
calmándose éste poco a poco a la rendición. Cuando el llanto está calmado hemos
sembrado la tristeza sana, la de asumir el cambio de la realidad tal cual viene
y tal cual es y que se convertirá en el adulto en aceptación que posibilite
realidades nuevas. Es entonces cuando el bebé resuelve su primer duelo y puede
establecer un nuevo vínculo de relación con la madre: el paso al calor del
pecho.
De esta manera, convertimos la pérdida de
una relación en la ganancia de una relación nueva, el final de una cosa en el
inicio de otra. La vida en su sentido completo, que es el que incluye el ganar
y el perder.
En el mundo adulto nos manejamos con la
pérdida constantemente. Fallecimientos de seres queridos, rupturas de pareja,
movimientos económicos, laborales, sociales, etc, activan continuamente esta
secuencia en nosotros. El proceso de duelo.
El duelo se complica en la dificultad que
las personas tenemos para soltar aquello que hemos tomado de la vida y el miedo
que entraña entrar en contacto con ese dolor. Por ello a veces nos entretenemos
tras una pérdida en diversas fases que recuerdan a las emociones primarias,
pero son rebusques disfrazados.
La diferencia entre el dolor real que nos
fortalece y el sufrimiento que nos debilita: la agitación y la falsa alegría,
la euforia, la dependencia como representantes sustitutos de las dos primeras.
La llamada fase de negación en forma de racionalización que hace búsquedas de
culpables, de cómos y de porqués y realidades alternativas ocupa el lugar del
miedo a mirar el cambio que la pérdida opera en mi vida. También es diga de señalar, la rabia
trasladada: muevo el enfado que me produce perder aquello que yo tanto quería
hacia enrabietarme contra mí, contra otros o contra el mundo y las
circunstancias. Todo ese trabajo de ira forma parte de evitar llorar la
pérdida.
Porque tememos el dolor por si nos
rompemos tanto. Lo cierto es que el dolor es parte importante de la vida misma
y es en él donde tomamos la fuerza para dar paso a que otras cosas empiecen. No
nos rompemos de dolor y sí nos enfermamos de luchar contra él a base de
sufrimientos, de emociones secundarias. Porque ahí paralizamos la cadena de la
vida, que es la de estar disponibles para seguir perdiendo y seguir ganando.
Cristina González Pérez
Psicóloga. Servicio de Psicología y Psicoterapia CMN
Psicóloga. Servicio de Psicología y Psicoterapia CMN
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